Cierta mañana me hallo sazonando la atmósfera con un café tan obscuro, que me refleja el firmamento cuando agacho la mirada y acerco mis labios para sorber. Degluto y me sumo en el paroxismo dubitativo. Me retroalimento intelectualmente y por mi mente pasan miles de imágenes como saetas locas que no me permiten aterrizar en el mundo. Mi perro me mira embebido del metafísico entorno mientras se prepara para otro discurso de los que reclamo y analizo cada mañana; porque él cree que yo no creo, que él me cree.
Es todo un reto analizarse a sí mismo porque asusta saber que se ha crecido o menguado la voz de la cabeza que todo lo guarda y habla por medio de nosotros.
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